La ex pareja narcisista como narrativa  recurrente ante una ruptura amorosa

“El fracaso de un plan amoroso, el comportamiento de una persona amada que no responde a las expectativas, etc., constituye el empuje para un estallido afectivo más o menos brutal o para una modificación y adaptación del sentimiento, y con ello para su desarrollo superior” Carl Jung

La etiqueta de “narcisista” se ha popularizado en los últimos años en los contenidos  divulgativos sobre relaciones,  salud mental, espiritualidad o  crecimiento personal que circulan en redes sociales.

Es posible entonces encontrar centenares de videos y artículos en los que se brinda información para identificar a jefes, padres, madres,  amistades y, sobre todo, ex parejas con rasgos narcisistas, describiendo las secuelas emocionales de esos vínculos y ofreciendo consejos para la recuperación o para establecer límites en tales relaciones.

La existencia de relaciones con personas que presentan rasgos narcisistas es un fenómeno real y  resulta útil poder reconocer los patrones que caracterizan estos vínculos. Identificar dinámicas de manipulación, falta de empatía o explotación emocional puede ser fundamental para resguardar el propio bienestar. Sin embargo, conviene matizar esta perspectiva ya que los casos de narcisismo patológico son considerablemente menos frecuentes de lo que suele suponerse en el discurso común. 

La proliferación de contenidos sobre el narcisismo se apoya en muchos casos en un uso simplificado y poco riguroso de un término clínico complejo. Esta simplificación no solo banaliza el concepto, sino que también empobrece la comprensión de experiencias humanas igualmente complejas y en ocasiones paradójicas al encasillarlas en una categoría reduccionista o superficial.

En este sentido, la popularidad de la narrativa que define a la expareja como ‘narcisista’ puede deberse, en parte, a su conveniencia: ofrece una explicación clara frente a la incertidumbre, protege al yo de la autocrítica y evita la ardua  e incómoda tarea de confrontar la propia participación en la dinámica del vínculo.

La perspectiva víctima-victimario: una narrativa conveniente

Nos habita, como seres humanos, una necesidad imperiosa de otorgar sentido a lo que percibimos y experimentamos; cuando esta necesidad  no se satisface, suele manifestarse en forma de ansiedad y sufrimiento psíquico. Tras una ruptura amorosa, dicho anhelo de comprensión se intensifica y se traduce en la búsqueda de un relato que aporte coherencia a la experiencia vivida.

En el proceso de búsqueda de sentido emerge con frecuencia la narrativa de la expareja como ‘narcisista’. Este relato puede resultar conveniente al ofrecer un marco aparentemente claro: nos sitúa en el rol de víctimas frente a un otro definido como problemático. De este modo, se atenúa en parte la ansiedad que genera la incertidumbre y, al mismo tiempo, satisface otra necesidad fundamental: la de preservar una imagen positiva de nosotros mismos. 

Trasladar toda la responsabilidad al otro impide reconocer los propios patrones vinculares —a veces disruptivos— y, en consecuencia, obstaculiza un aprendizaje que podría ser transformador y favorecer la maduración de la personalidad. Cuando no se logra tomar conciencia de la propia dinámica psíquica, estos mismos patrones tienden a reproducirse en relaciones posteriores, perpetuando así los conflictos y las frustraciones.

El anhelo de completud en los vínculos afectivos

La etapa embrionaria del desarrollo corresponde a una vivencia de unidad simbiótica con la madre, registrada en la psique como una experiencia de plenitud y máximo bienestar. Sin embargo, este estado de inconsciencia y no diferenciación se vuelve, en determinado momento incompatible con la tendencia evolutiva hacia el crecimiento y la individuación. 

El vientre materno pasa entonces de ser continente protector a convertirse en un límite del que es necesario liberarse. El nacimiento marca el inicio de la conciencia y la diferenciación pero también deja como huella la pérdida de esa completud originaria. 

De ahí se origina una nostalgia persistente y una búsqueda constante del “paraíso perdido”, de aquello que pueda reparar la sensación de separación y de falta.

Uno de los escenarios donde intentamos reencontrar la unidad perdida son las relaciones de pareja. A través del mecanismo de la proyección, la figura del otro puede encarnar a la Gran Madre que otorga la ilusión de completud, fenómeno característico de la etapa del enamoramiento. Con el tiempo, sin embargo, también se proyecta en el otro la Madre devoradora, que frustra ese anhelo al no corresponder a nuestras expectativas y, al mismo tiempo, nos impulsa a proseguir con el desarrollo de la conciencia y de nuestra singularidad.

Los conflictos de pareja como motor de transformación

Desde la perspectiva de la psicología junguiana, las relaciones de pareja  y los conflictos a los que nos exponemos en  los vínculos significativos nos movilizan para madurar y refinar nuestra personalidad. 

Cada expulsión de los paraísos ilusorios es una muerte a un estado anterior de infantilidad e inocencia, y un renacimiento a un orden superior de conciencia y complejidad.

La decepción con nuestra pareja es directamente proporcional al grado de idealización con la que la hemos revestido en un principio. El desmonte paulatino de las proyecciones permite el conocimiento de nuestra pareja desde su singularidad y cada vez menos como la portadora de nuestros propios fantasmas o heridas emocionales. 

El enamoramiento y las proyecciones facilitan y promueven el establecimiento del vínculo con nuestra pareja a partir de nuestras fantasías, sin embargo, el desarrollo y la profundidad del vínculo dependerán de la capacidad de las personas para hacer frente a la frustración que surge cuando la realidad se impone. 

La traicion primordial

En cada ruptura amorosa volvemos a experimentar la pérdida originaria, el abandono, la orfandad y la traición primordial.

 La primera reacción ante la pérdida suele ser la negación: resulta difícil aceptar que el mundo anterior se ha desvanecido, lo que genera una sensación de irrealidad. Más tarde puede surgir la rabia, el deseo de dañarnos a nosotros mismos o de vengarnos, infligiendo sufrimiento al otro a quien atribuimos la causa de nuestro malestar.

 Cuando el otro nos frustra porque deja de amarnos como quisiéramos, o porque no responde a nuestras expectativas, se constelan figuras arquetípicas como la Madre devoradora —asfixiante y castradora— o el Padre abusivo y cruel. En ese contexto surge con facilidad la narrativa de que la expareja es una ‘bruja’ o un ‘depredador’, alguien egoísta, manipulador, maltratador o traicionero; rasgos que encajan fácilmente con la etiqueta reduccionista de ‘narcisista” o incluso  “psicópata”.

Para Jung, el proceso de individuación implica atravesar múltiples muertes y renacimientos simbólicos a lo largo de la vida. Una ruptura amorosa puede actuar como desencadenante de una crisis que lleve a la persona a replantearse de manera radical el sentido que ha dado a su existencia hasta entonces. Este acontecimiento puede abrir la posibilidad de integrar perspectivas antes ignoradas, desplegar potenciales no cultivados, sanar heridas, actualizar prioridades y necesidades, así como renunciar a ilusiones y fantasías infantiles de perfección, que con frecuencia constituyen uno de los factores que más dañan a una relación.

Después de una gran crisis, la persona deja de ser la misma, ha muerto algo dentro de ella, ha nacido algo nuevo dentro de ella. Si una  relación sobrevive a una gran crisis, también será otra, quizás más compleja, integrando aspectos que antes no estaban presentes.  

Podemos vivir exteriormente el fin de una relación o una gran crisis como un fracaso pero puede ser el momento en el que nuestra alma está construyendo su verdadero temple. Para el alma la experiencia de muerte es siempre la semilla de un nuevo nacimiento.

No todo es proyección ni los otros son solo espejos

Una cosa es reconocer que en los vínculos, y en la manera en que percibimos a los otros, existe un grado de distorsión o de proyección de nuestra propia dinámica psíquica; y otra muy distinta es caer en el reduccionismo psicologista opuesto, que sostiene que todo es proyección y que los demás no son más que un espejo de nuestra sombra, de nuestras heridas o aspectos inconscientes. 

Este enfoque entraña riesgos significativos: al desconocer la realidad del otro, se corre el peligro de pasar por alto que una persona efectivamente puede ser abusiva o maltratadora. Si todo se interpreta como proyección, se puede caer en la negación o minimización de hechos concretos, lo que perpetúa el daño y obstaculiza tanto la protección de uno mismo como el reconocimiento de dinámicas relacionales objetivas.

Asumir esta tensión —entre lo que reconocemos de nosotros mismos en el otro y lo que el otro es más allá de nuestras proyecciones— constituye un elemento central para el autoconocimiento. En la medida en que somos capaces de discernir qué parte de nuestra percepción está teñida por fantasías, miedos o deseos, y qué parte corresponde a comportamientos y rasgos objetivos del otro, ampliamos la comprensión tanto de nuestra propia dinámica psíquica como de la relación en sí. Este ejercicio, lejos de ser sencillo, exige una disposición a la autocrítica y, al mismo tiempo, un reconocimiento de la alteridad y singularidad  del otro. Solo en ese delicado equilibrio se vuelve posible un aprendizaje transformador, que evita tanto la ingenuidad de la proyección total como la rigidez de una objetividad que desconoce el peso de lo inconsciente.

Daniel Ulloa Quevedo

Psicólogo Clínico – Psicoterapeuta Junguiano

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Referencias bibliográficas

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