Del oro común al oro eterno: la revelación  de lo sutil en la crisis de la mitad de la vida

Desde la perspectiva de la psicología analítica, se plantea que cada individuo alberga un potencial interno, semejante a una semilla, que busca desplegarse a lo largo de la vida. El desarrollo de este germen de nuestra personalidad nos va conduciendo hacia la expresión de las cualidades singulares y auténticas de nuestro ser.

El potencial único de nuestra personalidad ha sido concebido como la expresión en el individuo de lo absoluto, de lo trascendente, misterioso y creativo que también opera en la naturaleza y en la vida colectiva.

 En algunas tradiciones sapienciales, este aspecto ha sido imaginado como una luz interna, una chispa divina, y se ha recurrido a la imagen del oro para representarla. Aquello sugiere que el despliegue de nuestra verdadera naturaleza y vocación, aquello para lo que hemos sido “llamados”, es nuestra mayor riqueza y el anhelo más profundo de nuestra alma.

Lo auténtico que busca desplegarse en el individuo no se propone, desde la perspectiva junguiana,  como un estado ideal al que se llega en un momento dado, sino una pulsión cuya meta se actualiza a lo largo de la vida. 

Lo que un niño, una adolescente o un joven necesita para sentirse realizado varía según su etapa en el ciclo vital, las particularidades de su personalidad y los retos singulares que enfrenta en su camino. 

 Aquello que en un momento de la vida es auténtico puede dejar de serlo con el tiempo, de la misma manera que lo que es apropiado para la maduración de una persona puede no serlo para otra.

Jung resalta, en este sentido,  que es posible diferenciar de manera clara la orientación y la meta en la construcción de la personalidad entre la primera y la segunda mitad de la vida.

Se sostiene que en la primera mitad de la vida, aproximadamente hasta los 35 o 45 años, el desarrollo de la personalidad se orienta hacia la construcción de una identidad y un rol social. Durante esta etapa, predominan las acciones enfocadas en el desarrollo profesional, la formación de una familia y la adaptación a los criterios de éxito establecidos por el colectivo al que pertenecemos. 

La primera etapa de la vida favorece el progresivo desprendimiento de la dependencia infantil hacia los cuidadores primarios, lo que facilita el desarrollo de la autonomía y la integración social. Se espera que esta etapa nos permita desarrollar un ego lo suficientemente fuerte y estable, que actúe como un contenedor adecuado para enfrentar los desafíos característicos de la segunda etapa de la vida.

Retomando la imagen del oro como símbolo del despliegue de la personalidad, las tareas psíquicas de la primera mitad de la vida pueden asociarse con la búsqueda del «oro común», es decir, con la construcción de una identidad sólida, la adaptación a los roles sociales y la integración en el colectivo. 

Este «oro común» representa los logros y las estructuras que permiten al individuo establecerse en el mundo exterior, creando una base estable para enfrentar las transformaciones internas que caracterizan la segunda mitad de la vida.

La transformación del sentido: el oro eterno

Entre los 35 y los 50 años, nuestro «sol» alcanza su cenit, el momento de mayor intensidad y fuerza. A partir de ahí, comienza su descenso, siguiendo el curso natural de la vida. Es entonces cuando se vuelve necesario dejar atrás el énfasis en la identidad y los logros externos, redirigiendo nuestra energía hacia la búsqueda de significado y plenitud interior. 

Este proceso puede verse como la transición del «oro común», asociado con los logros materiales y sociales, al «oro sutil» o «oro filosófico», que alude a la riqueza interior y la sabiduría profunda a las que se alude  en diversas tradiciones sapienciales.

El analista Robert Jhonson lo plantea de la siguiente manera: “A medida que nuestra energía se desplaza hacia esta búsqueda interior, seguimos teniendo que lidiar con nuestra vida exterior y afrontar sus obligaciones. Pero debemos cambiar nuestro enfoque de la brillante luz del día del desarrollo externo a la luz más suave y difusa de nuestro mundo interior. Este nuevo enfoque puede llevarnos a un arraigo interior, a una relación con lo trascendente… En la segunda mitad de la vida  el objetivo es entrar en relación con nuestro inconsciente y el centro de nuestro ser -nuestro Self-, encontrando nuestra alma y el sentido de nuestra vida. De este modo, descubrimos el verdadero oro, el símbolo del alma iluminada”

De lo literal a lo simbólico, de lo concreto a lo sutil

Desde la perspectiva junguiana, se plantea que cada etapa de la vida nos expone  a un conjunto de circunstancias particulares que nos  promueven el despliegue de la totalidad al que inherentemente está convocada la psique.

El avance hacia una etapa de mayor complejidad y sutileza en nuestra personalidad no se reconoce como un producto de la voluntad del ego por ser más maduros o más sabios, sino que surge a partir de crisis que nos desestabilizan, nos obligan a soltar antiguas identificaciones y abren paso a perspectivas, actitudes y puntos de vista más acordes con nuestro momento vital

Con el paso de los años, muchas de las gratificaciones narcisistas que nutrieron nuestro ego en la primera etapa de la vida van perdiendo fuerza, dando lugar a formas de realización más profundas, sutiles, simbólicas y complejas. 

Los aspectos con los que nos identificamos en la juventud se van deteriorando, lo que nos permite acceder a otros matices de la realidad, a rincones del alma que no están presentes en la primera etapa. 

Aunque el ego, en un principio, suele percibir el paso del tiempo como una acumulación de achaques, deterioros y pérdidas, esos déficits son condiciones necesarias para poder desplegar actitudes, perspectivas y sensibilidades que enriquecen y completan nuestra alma.

La belleza física, asociada a la fertilidad y lozanía de la juventud, se atenúa, invitándonos a descubrir una belleza más sutil y menos evidente, tanto en el mundo exterior como en nosotros mismos. 

La rapidez y flexibilidad que nos acompañaron en la juventud, al ir disminuyendo, dan paso a una mayor capacidad reflexiva y al desarrollo de estrategias más elaboradas.  Ese déficit es lo que permite a un deportista activo convertirse en un entrenador. 

La sexualidad impetuosa, centrada en la genitalidad y la conquista, cuando deja de ser tan apremiante, evoluciona hacia una experiencia más íntima y plena.

El deseo de acumular bienes materiales, al no satisfacer plenamente nuestras expectativas, da paso a un aprecio por aspectos intangibles y a una mayor sensibilidad por lo simple y lo cotidiano, permitiéndonos reconocer detalles que antes pasaban desapercibidos. 

La sensibilidad por la belleza de lo cotidiano  promueve también la disminución de la búsqueda de estímulos intensos o experiencias extremas. En su lugar, nos sentimos más cercanos a emociones como la serenidad y el sosiego, valorando la quietud y la profundidad que surgen de lo esencial.

El deterioro de la memoria y la agilidad mental atenúa la búsqueda de certezas absolutas y la necesidad de tener razón, dando paso al valor de la duda, a la aceptación de la incertidumbre y el misterio, y al desarrollo de una conciencia más simbólica o poética.

La disminución en la capacidad de hacer muchas cosas a la vez o de manera “eficiente” puede ceder paso a un espíritu más contemplativo y a una valoración de uno mismo que ya no se basa en la capacidad productiva. Este cambio  nos permite, que en lugar de enfocarnos solo en la acción directa, podamos  acompañar o asesorar a otros para que lo hagan, encontrando satisfacción en el proceso de apoyo y reflexión.

La disminución de las gratificaciones narcisistas permite acceder a una satisfacción que proviene de intereses menos centrados en el ego y se encuentran más orientados hacia el colectivo, hacia el poder promover y ser coherentes con valores que nos trascienden.

El movimiento de lo concreto a lo sutil, de lo literal a lo simbólico, que implica la maduración de la personalidad, exige transitar por duelos y desprendimientos desgarradores de aspectos con los que estábamos fuertemente vinculados, que se constituyeron en sustento y soporte para nuestra vida.

La psicoterapia junguiana se propone como un acompañamiento para reconocer el oro que se esconde detrás de las crisis que atravesamos, ayudando a identificar los duelos, miedos y obstáculos que es necesario transitar para la maduración y la expresión más plena de nuestra personalidad.

¿Tiene que ver con lo eterno? 

Jung propuso que la pregunta fundamental y más reveladora ante las circunstancias que nos confrontan en la vida es si aquello que nos preocupa está relacionado con lo eterno, con lo infinito, con lo esencial, con el oro filosófico, o si está más bien vinculado a intereses cambiantes y superficiales, al oro común. Este cuestionamiento se torna inaplazable en la segunda mitad de la vida, cuando las prioridades y perspectivas se transforman y la búsqueda de lo trascendental se vuelve central para el proceso de individuación.

“Sólo si sabemos que la cosa que realmente importa es infinita podemos evitar fijar nuestros intereses en cosas fútiles y en todo tipo de objetivos que carecen de verdadera importancia. Así entonces, exigimos que el mundo nos conceda reconocimiento por las cualidades que consideramos como nuestras posesiones personales: nuestro talento o nuestra belleza. Entre más un hombre hace énfasis en falsas posesiones, y entre menos sensibilidad tiene a lo esencial, menos satisfactoria es su vida. Se siente limitado porque tiene objetivos limitados, y el resultado es envidia y celos. Si entendemos que aquí en la vida tenemos un vínculo con algo infinito, nuestros deseos y actitudes cambian”

Daniel Ulloa Quevedo

Psicólogo Clínico – Psicoterapeuta Junguiano

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Referencias Bibliográficas

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