La iniciación es definida por el mitólogo Mercia Eliade como “el equivalente a un cambio básico en la condición existencial; el novicio emerge de su dura experiencia dotado con un ser totalmente diferente del que poseía antes de su iniciación; se ha convertido en otro”.
Las iniciaciones se relacionan entonces con el crecimiento y la evolución de la personalidad de los individuos. Se comportan como experiencias que promueven el desprendimiento de actitudes referidas a una etapa evolutiva que es necesario dejar atrás, para dar paso a una nueva que responda a las emergentes condiciones vitales.
Para la psicología junguiana la vida misma puede ser entendida como una serie continua de iniciaciones, esto es, de circunstancias que promueven cambios significativos en nuestra personalidad conduciéndonos a una mayor complejidad y profundidad. Este camino paulatino de crecimiento y maduración fue denominado por Jung como Proceso de individuación.
Las rupturas amorosas se encuentran entre las situaciones que pueden llegar a generar más sufrimiento y disrupción en la vida de las personas. Poseen también un gran potencial de promoción de conciencia, maduración y transformación, lo que permite considerarlas como experiencias de iniciación.
Para Jung “El fracaso de un plan amoroso, el comportamiento de una persona amada que no responde a las expectativas, etc., constituye el empuje para un estallido afectivo más o menos brutal o para una modificación y adaptación del sentimiento, y con ello para su desarrollo superior”
Rituales de paso
En las transiciones de una etapa de menor a mayor complejidad se suele presentar una tensión entre un impulso del psiquismo hacia el desarrollo de la conciencia —que nos impulsa al cambio, el crecimiento y la transformación—, y una tendencia, igualmente poderosa, hacia la inercia y la conservación de la posición ya alcanzada.
Los rituales de paso que acompañan las transiciones vitales en las sociedades tradicionales tendrían como función la de revelar significados profundos y trascendentales a las nuevas generaciones, ayudando a las personas a que asuman las responsabilidades necesarias para participar creativamente en la sociedad. De esta manera, los rituales promueven la tendencia al cambio a la vez que transmiten valores tradicionales que se consideran fundamentales para la preservación de cada cultura.
En las sociedades contemporáneas hemos perdido la mayoría de los rituales tradicionales y a los que quedan se les ha despojado de su sentido trascendente. Las personas se ven movilizadas en sus procesos de transformación a partir de experiencias vitales individuales de gran impacto emocional como: la maternidad o la paternidad, el matrimonio, la jubilación, la muerte de los padres, un divorcio, un accidente, una enfermedad.
El crecimiento en espiral
Desde la perspectiva junguiana —de la misma manera en que una semilla va desplegando gradualmente su potencial inmanente hasta convertirse en un árbol con determinadas características—, en los seres humanos habitan tendencias que nos promueven a ir expresando a lo largo la vida nuestra auténtica naturaleza, esto es, el mayor potencial de nuestra singularidad.
Se plantea que este proceso no sigue un curso lineal sino más bien un complicado crecimiento en espiral de avances y retrocesos. Es decir, volvemos una y otra vez a un mismo punto, pero dotados cada vez de un nivel de conciencia más complejo que el anterior. En cada etapa incorporamos algo nuevo, nos hacemos conscientes de un aspecto que no estaba presente en la etapa anterior.
En diversas tradiciones, el ascenso por los niveles de iniciación se expresa también a partir de imágenes espirales como: la escalera de caracol ascendente, el laberinto, la serpiente enroscada de la sabiduría, etc.
El fin de una relación puede darnos la sensación de fracaso, de volver a un mismo punto, de un estancamiento en un estado del que teníamos la expectativa de no volver a transitar. Sin embargo, cada vez que experimentamos el fin de una relación, llegamos con recursos que no contábamos en las experiencias anteriores, además, puede desencadenar una reflexión profunda de la que emerjan y sean revelados aspectos de nosotros mismos, de las relaciones y de la vida en general, que hasta el momento no estábamos en capacidad de asumir.
El paraíso perdido
Toda experiencia iniciática implica una separación, una caída, una pérdida, algo preciado se nos arrebata. Desde algunas perspectivas, se plantea al nacimiento como la primera iniciación.
La etapa embrionaria de nuestro desarrollo evolutivo corresponde a una unidad simbiótica con nuestra madre, es una etapa que es experimentada como de máximo bienestar y plenitud. Este estado, que es a la vez de inconsciencia y no diferenciación, en cierto momento comienza a resultar incompatible con nuestro nivel de desarrollo, con nuestra tendencia a la expansión y el crecimiento.
El vientre que nos acogió y nutrió se convierte entonces en una cárcel de la que necesitamos liberarnos para poder continuar desarrollándonos. Nos vemos entonces abocados a nacer, a dar a luz, a desplegar conciencia y diferenciación.
El precio que pagamos por nuestro crecimiento es la expulsión del paraíso primordial y se experimenta como un desgarramiento, una falta. Se instala entonces una añoranza de ese estado de completud originaria y una constante búsqueda de algo que nos redima de la caída, de la sensación de separación.
La Gran Madre
Para la psicología junguiana la añoranza del estado de completitud y totalidad se encuentra relacionada con un factor arquetípico —esto es, transcultural e inmanente a la existencia—, operante en la vida de los pueblos y los individuos al que Jung denominó como el Sí mismo o Self.
Con similares características la noción del Sí mismo puede ser encontrada en diversas tradiciones espirituales y filosóficas. Ha sido nombrado como tao, camino, sentido, logos, lo absoluto.
Aunque se considera incognoscible en su esencia, una de las representaciones del Sí mismo es la de una Gran madre primordial nutridora, que es fuente de vida y de sentido. Esta madre también posee una faceta devoradora y limitante del crecimiento, por lo que necesitamos distanciarnos de ella para poder desplegar nuestra individualidad. El aspecto oscuro de la madre es, a la vez, la fuente de malestar que nos alienta al crecimiento.
El transcurso de la vida se considera entonces como una serie de separaciones y retornos a esa fuente originaria, cada vez con mayor grado conciencia. El propósito de la existencia se vislumbra entonces, de manera análoga a lo planteado por diversas tradiciones: como un retorno a la unidad perdida pero con la conciencia desarrollada durante la travesía.
El otro como plenitud
Uno de los espacios en los que pretendemos encontrar la unidad perdida son las relaciones de pareja. A través del mecanismo de la proyección se nos permite vivenciar en nuestra pareja a la Gran Madre que nos brinda ilusión de completud, así como la Madre devoradora de la que necesitamos evadirnos para poder seguir desplegando conciencia.
Cada expulsión de los paraísos ilusorios es una muerte a un estado anterior de infantilidad e inocencia, y un renacimiento a un orden superior de conciencia y complejidad.
En cada ruptura volvemos a experimentar la pérdida originaria, el abandono, la orfandad y la traición primordial. La primera reacción ante la pérdida suele ser la negación, no podemos asumir que el mundo anterior se ha desvanecido, lo que nos da una sensación de irrealidad. Luego puede emerger la rabia, el deseo de hacernos daño, o de vengarnos, de infligir daño al otro, a quien consideramos la fuente de nuestro malestar.
Síndrome de abstinencia
Al haber depositado nuestra ansia de completitud en otro, al separarnos de esa persona, podemos experimentar algo similar al síndrome de abstinencia que sienten las personas que dejan de consumir una sustancia a la que se han vuelto adictas.
El consumo de sustancias que alteran la conciencia ha sido una de las formas tradicionales de entrar en contacto con lo trascendente, en nuestro mundo contemporáneo es, además, un modo para anestesiarnos de la angustia de las limitaciones y sufrimientos propios de la existencia.
El síndrome de abstinencia se suele experimentar como un desgarro, un sufrimiento que ya no es solo psíquico sino que también es físico —con ansiedad, taquicardia, dificultades para respirar—. Esto sucede porque nuestra psique necesita volver a producir internamente aquello que nos brindaba el objeto externo, este proceso es una especie de parto con los dolores que implica todo nacimiento.
Maduración a través de la frustración
Sin la exposición a la frustración no hay exigencia de despliegue de pensamiento, de fantasía, de símbolo, de mundo interno. Una ruptura amorosa nos resulta tan dolorosa porque nuestra pareja no solo representa una persona con la que hemos construido una relación, sino que ilusoriamente la percibimos como nuestra fuente de sentido, de trascendencia y totalidad. La dotamos con una cualidad numinosa, cuasi religiosa.
Existíamos a través de la mirada del otro y al no estar presente esta mirada dejamos de existir. Las frustraciones en las relaciones nos exigen ser cada vez más conscientes de que lo que ilusoriamente esperamos que el otro nos brinde, es algo que necesitamos desarrollar en nosotros mismos.
Las relaciones de pareja se constituyen entonces en un medio que nos permite desarrollar conciencia a través de la disminución progresiva de nuestras proyecciones y, en ocasiones, es a través de una ruptura que se moviliza dicha transformación.
Una ruptura nos convoca a asumir el abandono primordial, condición insoslayable para convertirnos en adultos. Cuando disminuimos las proyecciones y las expectativas de completud en el otro; sus sonrisas, sus aprobaciones, su compañía, nos seguirán agradando pero dejarán paulatinamente de ser indispensables para sentirnos vivos.
Los aprendizajes que se integran en una iniciación sólo pueden emerger de una experiencia emocional intensa, no pueden ser transmitidos intelectualmente a partir de libros o el conocimiento de otros. Las emociones son la energía para la transformación.
“El conflicto genera fuego, el fuego de los afectos y de las emociones, y como todos los otros fuegos, este también tiene dos aspectos, el de la combustión y el de la creación de luz», planteaba Jung.
El alma gemela: el Otro interior
El alma gemela que anhelamos para sentirnos completos no es entonces una persona externa si no aquello necesitamos desarrollar interiormente para sentirnos plenos y realizados. El otro nos permite entonces ser conscientes de lo Otro, de aquello de lo que emergemos y ansiamos volver a estar unidos.
Lo Otro es nuestra verdadera naturaleza, nuestra totalidad, lo que aún no somos pero que necesitamos ir integrando progresivamente lo largo de la vida. Lo Otro es inaprensible e inefable; tarde o temprano es necesario asumir que siempre habrá una fractura, un vacío que no podrá ser satisfecho, que no hay nada ni nadie que nos satisfaga completamente.
Sin embargo, esa fractura, esa inconformidad, ese anhelo de completud, puede ser experimentado como un motor de cambio, un impulso que nos invita a dar más y a esperar menos. Puede ser la fuente de la curiosidad por la búsqueda de sustitutos cada vez más refinados de conexión con lo trascendente.
La “tusa”: la pérdida del alma, el vaciamiento
En Colombia se utiliza la expresión tener una “tusa” para aludir a los sentimientos que conllevan una ruptura amorosa. La tusa es lo que queda de la mazorca cuando se ha desgranado. Es un elemento seco, sin vitalidad, inservible, de poco valor.
La tusa es entonces una buena imagen para los sentimientos de inutilidad, vacío y falta de vitalidad que pueden acompañar un duelo amoroso en una fase posterior a la negación y la rabia.
Es característico de las iniciaciones la experiencia de despojo, de vaciamiento, una especie de humillación, de debilitamiento de nuestro ego, una frustración para nuestras expectativas conscientes. Para el Budismo Zen es la condición previa para el Satori.
La tusa como crisálida
La imagen de la tusa es muy cercana a la de la crisálida, ese estado transitorio de quietud en el que aparentemente nada ocurre, pero en el que interiormente están sucediendo las transformaciones necesarias para el nacimiento de la mariposa; mariposa que en algunas tradiciones es la imagen del alma, del aliento vital, de nuestro aspecto más íntimo.
La tusa como crisálida puede aludir entonces a la etapa de la depresión, del ensimismamiento, del invierno interno que hace parte de una ruptura amorosa. A esa etapa en que las situaciones exteriores pierden brillo pero se están incubando aspectos necesarios para nuestro desarrollo, para nuestro nuevo nacimiento.
Es un tiempo para la aceptación en el que persistir en la actitud de forzar la realidad a nuestras expectativas solo conduce a hacernos daño.
Para la psicología junguiana el vacio tiene el poder del útero, del silencio, de la creatividad verdadera. La depresión que rodea una ruptura amorosa es vista como un regreso a la tumba que nos acoge en la muerte, que es a la vez la Madre que precede a un nuevo nacimiento. (La depresión en las rupturas amorosas entonces no es para nada tonta, como dice la canción sobre la tusa que fue muy popular hace unos meses 😉 )
La depresión es entonces abordada como una oportunidad creativa; creatividad que no hace alusión a lo artístico sino a la posibilidad de que se produzca algo nuevo en nuestro interior.
La liminalidad: el momento de los sucesos extraordinarios
La tusa como crisálida alude entonces a un estado de liminalidad . La liminalidad es un concepto desarrollado por el antropólogo Arnold Van Gennep que alude a la fase de apertura y ambigüedad que caracteriza la fase intermedia o liminal de los ritos de paso en las culturas de todo el mundo. Esta etapa se encuentra entre la fase inicial o de separación y la fase posterior o de reintegración.
Lo liminal se refiere entonces a un momento de espacio-tiempo de transición, de estar en un umbral, entre una cosa que se ha ido y otra que está por llegar. Son estados liminales la enfermedad, la adolescencia, la duermevela, los viajes, la medianoche, el fin de año. Son momentos en donde las estructuras se subvierten y posibilitan el cambio y la transformación de una condición a otra.
Espacios liminales son los aeropuertos, los lugares de intercambio comercial, los cruces de camino. Tradicionalmente se han considerado los espacios y los momentos liminales como momentos mágicos, momentos donde pueden suceder hechos extraordinarios, en los que se entra en contacto con las fuerzas que nos trascienden, que no son visibles pero que son operantes en nuestras vidas.
Estos momentos y lugares se relacionan mitológicamente con Hermes, el mensajero de los dioses. Para la psicología junguiana los momentos liminales son propicios para las sincronicidades, los hechos extraordinarios donde podemos percibir el influjo del mundo arquetípico en nuestra vida.
La tusa, como momento liminal, puede ser vista como una suspensión transitoria de nuestras estructuras psíquicas, de nuestros referentes y creencias sobre la vida y sobre el amor, que nos brinda la posibilidad de recibir “revelaciones” que permitan fundamentarlas de una manera más auténtica e integral.
Los momentos de liminalidad pueden ser bastante desconcertantes, ya que se diluyen nuestros referentes, las bases en las que nos hemos asentado. Lo anterior implica un periodo de desorientación hasta que emergen las nuevas perspectivas.
El Sacrificio: la muerte simbólica
El anhelo arquetipal de completud nos predispone a una fantasía de infinitud. Es así que, de la misma manera que al estar enamorados asumimos que el amor será eterno, asumimos luego que la desesperación, la tristeza o la angustia de la ruptura no tendrán fin.
Para que se lleve a cabo la iniciación es necesario que el ego se sacrifique, que muera en su necesidad de control y se rinda a un proceso de regeneración que se lleva a cabo no gracias a él, sino a pesar de él.
Ante una ruptura pueden emerger sentimientos de culpa, ánimos de venganza, incluso fantasías de acabar con nuestra vida. Es importante aquí ir más allá de la literalidad de nuestros sentimientos. Lo que necesita morir en nosotros es el ego infantil que se resiste a asumir la separación y el abandono; lo que necesitamos matar no es al otro sino a nuestras fantasías y expectativas desproporcionadas sobre esa persona.
El dejar suceder
Cuando nos rendimos, aceptamos los hechos y renunciamos a querer forzar a la obstinada realidad a nuestras expectativas, permitimos que la naturaleza actúe en nosotros. Se sana entonces la herida, se despliega entonces el crecimiento.
Jung observó que esta actitud de aceptación se encuentra mucho más presente en el pensamiento oriental que en nuestro espíritu occidental que valora el control, el poder y la conquista. Nombró a esa actitud como el arte de dejar que las cosas sucedan, que no es lo mismo que la resignación.
La aceptación es el permitir vernos afectados por nuestras emociones de dolor, sufrimiento y frustración. Estas emociones nos convocan a un estado singular, a una sensibilidad que no es posible experimentar en otros estados del alma.
La tusa: el corazón de la mazorca
La muerte ha sido considerada por diversas tradiciones como la gran maestra, aquella que nos despoja de lo superficial, de nuestro narcisismo y egoísmo, acercándonos a lo genuino, a nuestro centro, a nuestro corazón.
Después de la imagen de la tusa como muerte simbólica, emerge entonces la imagen de la tusa como el corazón de la mazorca. Del tránsito por el corazón roto, renacemos a un corazón renovado. Amar verdaderamente es un camino que nos lleva toda la vida y, en ocasiones, una ruptura nos ayuda a dar pasos en ese sentido.
Erich Fromn alude al amar como un arte, ya que implica el reconocimiento y la aceptación de nuestras singularidades y las singularidades de los otros. Es también un sentimiento que es necesario cultivar día a día y para el que no existen métodos estandarizados.
Es necesario asumir que, como un corazón, las relaciones tienen sus propios ritmos, con detenciones, momentos de entrada y de salida, de felicidad y de tristeza, de intensidad y de lentitud.
Podemos cuidar nuestro corazón para favorecer su funcionamiento, pero en definitiva como las relaciones, el amor y la vida misma, la fuente de sus movimientos son un misterio que no podemos controlar sino que nos sucede.
“El paso de la mañana al atardecer coincide con una revisión de los valores anteriores. La necesidad impone examinar el valor de lo que contradice los ideales tempranos, percibir lo que hay de equivocado en las convicciones hasta ahora sostenidas, reconocer lo que había de falso en las verdades antiguas y de sentir cuánto había de resistencia e incluso de enemistad en lo que hasta ahora creíamos que era amor”, Carl Jung.
Psicólogo Clínico – Psicoterapeuta Junguiano
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